«Es realmente, realmente un día triste en Estados Unidos», declaró la representante Ilhan Omar durante un mitin democráta frente a la sede de USAID, en protesta por la reestructuración de la agencia bajo la administración de Donald Trump. Sin embargo, el único día triste no fue para Estados Unidos, sino para Somalia y otros regímenes beneficiados por la máquina de distribución de fondos conocida como USAID.
En los últimos cinco años, USAID ha canalizado aproximadamente 18.500 millones de dólares a Estados vinculados con el terrorismo islámico. Somalia, el país natal de Omar, recibió 3.300 millones de dólares, duplicando el apoyo durante la administración Biden. Mientras tanto, Estados Unidos enfrenta crisis internas: comunidades sin agua potable, infraestructuras en decadencia y una creciente desigualdad. Pero eso parece secundario para quienes defienden que “la ayuda humanitaria” es un acto de altruismo progresista.
El progresismo de figuras como Omar, Jim McGovern y Chris Murphy parece tener más interés en mantener flujos de dinero hacia regímenes corruptos y títulos de “defensores de la justicia internacional” que en proteger los intereses de los propios estadounidenses. La complicidad entre USAID y gobiernos títeres, ONG sin transparencia y organizaciones como la ONU, plantea serias dudas sobre el verdadero destino de estos fondos.
Afganistán recibió más de 3.700 millones de dólares desde la llegada de los talibanes al poder. Gaza y Cisjordania fueron beneficiarios de 2.100 millones, incluso después de los ataques de Hamás en octubre de 2023. Yemen, bajo el control de los hutíes respaldados por Irán, recibió 3.400 millones en cinco años, mientras que sus milicias atacaban a buques estadounidenses.

¿Cómo se justifica que USAID financie indirectamente a grupos responsables de la muerte de más de 3.000 soldados estadounidenses? Cada dólar enviado a estos regímenes es un insulto a la memoria de quienes cayeron defendiendo a su país.
La reestructuración de USAID bajo el Departamento de Estado busca frenar este despilfarro y la falta de supervisión. Pero para el progresismo, que ha hecho de la “ayuda internacional” su bandera moral, esto es una tragedia. No porque se preocupe por la humanidad, sino porque se cierra una vía de influencia y enriquecimiento.
Es hora de que Estados Unidos deje de financiar su propia inseguridad y de que se cuestione el papel del progresismo en la perpetuación de este ciclo de corrupción y violencia. El despilfarro de la USAID no solo refleja una mala administración de recursos, sino también una negligencia hacia las verdaderas necesidades del pueblo estadounidense. Mientras se envían miles de millones al extranjero, las comunidades en Estados Unidos enfrentan crisis de salud, educación e infraestructura que son sistemáticamente ignoradas. Los demócratas, defensores acérrimos de esta “ayuda internacional”, parecen más interesados en mantener sus redes de poder global que en resolver los problemas de sus propios electores. Esta prioridad desalineada demuestra un desprecio por la soberanía nacional y una desconexión con la realidad del ciudadano común. El dinero de los contribuyentes debería servir primero para fortalecer la nación, no para financiar agendas ideológicas en el extranjero.
La falta de transparencia en la distribución de fondos de USAID es alarmante, y la complicidad de los demócratas en este proceso es innegable. Se han concedido contratos millonarios a ONG sin rendición de cuentas, creando un círculo vicioso de corrupción y malversación de fondos. En lugar de exigir auditorías rigurosas, los legisladores progresistas prefieren blindar estas prácticas bajo el pretexto de la “ayuda humanitaria”. Esta falta de fiscalización solo perpetúa la ineficiencia y el abuso, perjudicando tanto a los estadounidenses como a las poblaciones que supuestamente se pretende ayudar. La responsabilidad fiscal debería ser un pilar fundamental de cualquier programa de asistencia.
Finalmente, la relación entre la USAID y los intereses políticos de los demócratas expone un claro conflicto de intereses. La ayuda exterior se ha convertido en una herramienta para consolidar alianzas políticas y mantener una fachada de superioridad moral en el escenario internacional. Sin embargo, esta estrategia ha fracasado en garantizar la seguridad nacional y en mejorar la imagen de Estados Unidos en el mundo. Los recursos destinados a estos programas podrían haberse invertido en fortalecer la economía, la seguridad y la calidad de vida en casa. Es imperativo reevaluar estas políticas y priorizar el bienestar del pueblo estadounidense sobre los caprichos de la agenda progresista internacional.