Tarde, como siempre. Tarde y mal. Los demócratas y los medios de comunicación emergieron a contar la historia del expresidente Biden, con el libro “Pecado original”, cuando ya la tinta del certificado de defunción política se había secado. Era el momento perfecto para el ajuste de cuentas… si por “perfecto” entendemos oportunista y cobarde. Con Biden atrincherado en Delaware, balbuceando las mismas excusas que lanzaba desde la Casa Blanca –solo que ahora sin la pomposidad presidencial–, Tapper y Thompson aparecen para abrir la caja de Pandora que el Partido Demócrata se empeñó en mantener sellada.
Lo curioso es que todo el mundo lo vio. Las caídas públicas, los discursos incoherentes, los olvidos penosos. Era una tragicomedia a cielo abierto que medios “serios” insistieron en negar, buscando teorías de conspiración y acusaciones a Rusia para desviar la atención. El pueblo estadounidense veía caer a su líder –literalmente– mientras los grandes medios cerraban filas con un “no pasa nada”. ¿Ceguera selectiva o simple obediencia? Que hoy intenten limpiar su imagen con un libro no hace sino confirmar la hipocresía mediática y partidista que dominó la era Biden.
Los autores reconocen que “nos perdimos gran parte de la historia”. Pero la historia estaba allí: en los tropiezos públicos, en las vacilaciones verbales, en los murmullos cada vez más frecuentes. Lo que faltaba era el coraje de narrarla cuando aún había poder, no ahora que el poder es solo un eco. El periodismo, tan preocupado por parecer equilibrado, terminó pintándose solo de azul.
Y luego está el Partido Demócrata, ese club de leales, donantes y burócratas que miraron hacia otro lado mientras Biden arrastraba al partido como un barco sin timón. David Plouffe lo dijo sin rubor: “Biden nos jod** como partido”. Ahora se lamentan por no haber dado espacio a Kamala Harris, por no haber apostado antes por Newsom o Whitmer, por no haber hecho lo obvio: abrir unas primarias competitivas para sacar al candidato zombi antes de enfrentar a Trump. Pero esas preguntas son tan superficiales como la estrategia demócrata.
¿Nadie se pregunta cómo fue posible sostener en el poder a un presidente que tropezaba consigo mismo? ¿A quién le convenía encubrir a Biden? ¿A quién le interesaba más el dinero de campaña y los contratos que la integridad del partido o la salud del país? Es una tragicomedia digna de una novela de realismo mágico, solo que sin García Márquez, sin literatura, y con demasiados buitres políticos esperando su turno.
La ironía final es que la presión republicana por destapar el encubrimiento de Biden no solo es legítima: es necesaria. Porque si los demócratas insisten en encubrir sus propias miserias mientras esperan que Trump simplemente se tropiece solo, el país entero paga el precio de su cinismo. El silencio cómplice ya no es un arma política; es una confesión de culpabilidad colectiva. Y mientras los demócratas intentan maquillar el desastre con discursos progresistas y promesas vacías, los estadounidenses ven claro el espectáculo: el emperador no solo estaba desnudo, estaba senil, y todos fingieron que vestía de seda.