En Washington D. C., el horror volvió a tocar a la puerta. Una joven pareja judía, Yaron Lischinsky y Sarah Milgrim, fue asesinada a sangre fría por un extremista que, al grito de “¡Palestina libre!”, se lanzó en plena actividad cultural auspiciada por el Comité Judío Americano. El asesino apretó el gatillo, pero la bala fue cargada por años de retórica antisemita disfrazada de progresismo humanitario, avalada por los más altos niveles del establishment occidental.
No fue un crimen aislado. Fue una consecuencia. Una reacción predecible ante un ecosistema ideológico que ha convertido a Israel y al pueblo judío en los chivos expiatorios del nuevo orden moral. En este entorno, los atentados terroristas del 7 de octubre de 2023, cometidos por Hamás, han sido reinterpretados por la prensa, por la ONU, por ONGs y por académicos como parte de una narrativa de “resistencia legítima”. Y quienes se oponen, son tachados de colonialistas, supremacistas o incluso genocidas.
La propaganda que emana de organismos internacionales como la ONU ha sido letal. Mentiras como los “14.000 bebés a punto de morir en Gaza” —cita atribuida al jefe humanitario de la ONU y difundida acríticamente por la BBC— fueron desmentidas, pero ya habían cumplido su función: inflamar al público contra Israel, reforzar la imagen demoníaca del pueblo judío, y presentar a Hamás como víctima. Este tipo de libelo moderno recuerda los panfletos antisemitas de siglos pasados, solo que ahora cuenta con recursos millonarios y el respaldo de cancillerías.

El doble estándar con el que se mide a Israel roza el delirio. Mientras las teocracias islámicas asesinan homosexuales, someten mujeres bajo la ley sharia y promueven la yihad, solo Israel es interpelado como si fuera una dictadura. Solo Israel es presionado para “mostrar contención” ante ataques genocidas. Solo Israel es culpado de una guerra que no empezó y que jamás buscó. Esta condena unilateral es, en el fondo, un odio refinado: no se puede admitir abiertamente el antisemitismo, pero se justifica con eufemismos como “solidaridad con Palestina”.
Yaron y Sarah murieron no solo por ser judíos, sino porque el mundo ha normalizado odiar a los judíos si se hace con el lenguaje correcto. Sus asesinos no son solo quienes empuñan armas, sino quienes durante años sembraron el terreno fértil para que la violencia brotara. Son los académicos que firman manifiestos acusando a Israel de apartheid. Son los músicos que abuchean a artistas israelíes. Son los políticos como Pedro Sánchez que, acosados por escándalos propios, buscan redención vendiendo a Israel como moneda de cambio.
El crimen de Washington es un espejo de Europa, donde barrios enteros se han convertido en “zonas prohibidas” para los judíos. Donde las sinagogas necesitan protección policial permanente. Donde niñas judías aprenden a esconder su identidad por miedo a ser atacadas. Ese es el futuro que se está exportando a Estados Unidos bajo la bandera de la diversidad y la inclusión. Un antisemitismo cool, con TikTok y hashtags, pero igual de venenoso que el de los años 30.
Y mientras tanto, ¿dónde están las grandes instituciones? Callan, o peor: actúan como cómplices. La ONU, el Tribunal Penal Internacional, la Unión Europea, medios como la BBC y cadenas norteamericanas, han jugado un rol crucial en dar credibilidad a fuentes controladas por Hamás. Han convertido la información en arma y la propaganda en política oficial. Han renunciado a la verdad para ganar puntos morales en una lucha que ni entienden ni les interesa ganar.
Donald Trump condenó el asesinato en Truth Social y llamó a erradicar el antisemitismo. Pero también ha sido ambiguo. Su administración ha sido errática en su mensaje hacia Irán, tibia en su respaldo a la ofensiva contra Hamás, y en ocasiones ha comprado parte del relato “humanitario” promovido por quienes lloran por Gaza mientras ignoran a los rehenes israelíes. Si realmente quiere liderar el mundo libre, debe dejar de titubear. No hay equidistancia posible entre Israel y quienes buscan exterminarlo.
Porque lo que está en juego no es solo el destino de Israel, sino el alma misma de Occidente. El asesinato de Yaron y Sarah no es una anécdota; es una advertencia. Es la demostración de que el discurso tiene consecuencias. Que las mentiras matan. Que la complicidad mata. Y que si el mundo no reacciona, lo peor está por venir.
Israel no va a desaparecer. Pero la historia juzgará con dureza a quienes hoy —desde sus cómodas oficinas, sus sets de televisión, sus cargos diplomáticos— han decidido formar parte del ejército invisible que carga las armas del odio. Porque en esta guerra, como dijo Golda Meir, más vale vivir con mala imagen que morir con compasión.
Yaron y Sarah no serán olvidados. Pero los verdaderos responsables aún caminan libres. Y muchos de ellos usan corbata, no kefiya.